jueves, 12 de junio de 2008

Max (1ra parte)

Max

Esa noche, ella decreció dentro del camisón. A la mañana siguiente besó a su amante con un nuevo cuerpo que tenía quince años. Entornó la puerta y se vistió con la ropa con la que habían comenzado a hacer el amor. La última prenda, un zapato de tacón, la recogió del suelo; las llaves de calle estaban en el bolsillo del tapado cuando pasó frente al espejo. Se detuvo un momento. Parecía extraña. Vestida así, una chica de esa edad se veía bastante provocativa y atrayente. Aquella parte de la ciudad era bastante peligrosa en cualquier momento del día. Debía caminar con cuidado, y paciencia. El amante gimió entre sueños. Ella apuró un poco más su paso, y salió. Su imagen corrió junto a ella en el espejo.
Fuera de la casa, desde la vereda de enfrente, vio a los policías que entraban por la puerta de calle y detenían al amante, que lo despertaban y lo esposaban, que entraban a su laptop y revisaban sus archivos, que lo acusaban de participar de una red de pederastia. Adentro, el ruido era lo bastante fuerte como para que algunos vecinos de la casa de altos saliesen a la vereda. Ella no quería que nadie la viese. Casi llorando, se alejó en silencio. Se alejó de una vez por todas, y para siempre se perdió en el tiempo y en la cantidad. Esa tarde cambió sus ropas.

* * * * * * *

Esta vez no había sido nada fácil matar al terrorista. Era preciso buscar el momento y ellos no iban a actuar tan pronto. El jefe de la resistencia en Basora lo había llevado a su escondite secreto envuelto en harapos, falsamente aterrorizado y falsamente hambriento. Lo quiso como a un hijo y le enseñó el Corán. A él no lo preparó para la muerte, sino para la victoria. Tuvo enormes reparos en ponerle un fusil entre las manos a él; lo mantuvo en el harén, rodeado de las madres de los muhaidines y de las esposas. En aquel lugar, él era un príncipe. Y como tal era tratado. Los mejores juguetes, los que no tenían los hijos de los soldados, eran para él. En el campamento hacía lo que quería. Se quedaba dormido durante la lectura del Corán. Se había vuelto molicioso y hasta afeminado. Una noche, hubo fiesta, y música, y las mujeres bailaron en el interior de la casa, y giraron los velos. Él preguntó por qué era la fiesta; le respondieron con sinceridad: a la mañana siguiente, atacarían una base militar americana. Quién va a morir, volvió a preguntar; la respuesta: lo echarían a la suerte. No es de buenos musulmanes forzar el designio de Dios poniéndolo a intriga de los dados; no es lo que debe hacerse, y así se hizo. Fueron quince santos de Dios elegidos para morir; mientras tanto, hubo fiesta, y música, y mujeres que los agasajaban a ellos, a ellos que esperaban al día.
La fiesta era larga. Cuando ya clareó, su padre adoptivo lo llamó a la habitación para bendecirlo. Nunca lo había visto llorar. Abrazados por la espalda, como padre e hijo, cantaron lo que debía ser, ley antigua renovada por el llanto eterno de unas nuevas lágrimas. Y después, silencio.
Todos los niños subieron a la camioneta. Todos iban vestidos de blanco. Fue su padre el que le cargó los explosivos alrededor del pecho y de la cintura. Estaba serio; ahora ya no lloraba. Fue hacia la cabina del conductor, y cambió algunas palabras. Volvió y viajó entre los niños, abrazado a su hijo. Todos los demás tenían miedo, pero nadie, aparte de él, lloraba. Ahora odiaba a ese hombre que antes quiso. Amaba y odiaba a la vez porque su misión estaba por cumplirse. Entonces, bajaron a todos los niños por la puerta de atrás y los hicieron caminar descalzos. La arena quemaba y el sol estaba bastante alto. ¿Cuánto tiempo habían viajado? Ya casi era mediodía.
Él continuó llorando y los miró a todos frente a él y su padre. Ya no era el hijo del jefe, pensó. Todos iguales, vestidos con las chilabas blancas parecían escolares; los quince de cada edad de la niñez, los quince tomados de la mano, con los cartuchos de dinamita esperando explotar, salir volando, como tórtolas del desierto.
El padre los mandó marchar hacia el campamento de los americanos. Se quedó con su hijo, consolándolo y preparándolo para aquella vida futura que esperaba a los que morían en guerra santa; lo llevó a la camioneta y le habló y le dio a tomar un poco de agua de una cantimplora sucia. A él le dio asco porque el agua estaba caliente y le parecía pis. Lloró más fuerte y se puso a gritar. Aquel hombre le pegó una bofetada. Y entonces sucedió lo que nadie esperaba, lo maravilloso. El padre gritó.
El niño creció inesperadamente hasta convertirse en un hombre, en un americano enorme. Había como una especie de magia, y el jefe de la resistencia la pudo sentir. También sintió la muñeca, levantada hasta entonces para golpear a un niño, quebrada por un hombre salido de la nada. Y el jefe no sintió nada más que eso, después de los disparos.

* * * * * * *
Era extraño. Un hombre delgado y vestido como un ejecutivo permanecía en silencio en el medio del desierto, a kilómetros de toda civilización. Dos hombres. Sobre la arena, un banquito plegable y sobre él, un anciano vestido como para sus vacaciones. El hombre más joven hablaba con solemnidad. El otro lo escuchaba.

— Fue difícil. Al final me pegó. Yo creí que él había llegado a quererme como a un hijo, maestro. Pudo más su guerra que el sentimiento que tenía hacia un niño.
—Los hombres son así, hijo. Tengo miles de años, y desde la primera vez que fingí mi propia muerte, arrojándome a la ladera del Etna, supe que ellos no son criaturas fáciles. En los humanos, hijo, viven dos naturalezas, la humana y la divina, y ellos no pueden atender más que a una. Lo viste en los terroristas, y los americanos no son muy diferentes.
—¿Los americanos te pagaron? —Preguntó.
— Sí. Hablamos de las condiciones del pago. ¿Te enteraste de lo que pasó en Edimburgo?
—¿Qué pasó?
— El consejo provisorio para asuntos paranormales de la ONU hizo correr una circular por la cual se nos informa que... espera — Y tomó un papel del bolsillo— “Que las entidades espirituales, contenidas en cuerpos biomecánicos metamórficos humanos, tendrán el plazo de cinco años para elegir una nueva identidad en cualquier país del mundo que ellos elijan vivir. Durante ese plazo, los gastos de su manutención y traslado correrán a cuenta de la propia ONU, que garantizará lo necesario para etc., etc., etc.” Y sigue: “Aquellas entidades que, en perjuicio de otras entidades o seres humanos, utilicen sus capacidades para provocar daños de la naturaleza que fuese, serán, sin excepción, desintegrados en la falla de Tunguska, en Siberia”.
— Tunguska... la muerte eterna, más allá del País de los Muertos... Carajo. — Y echó la mirada al desierto. —¿Son idiotas? ¿No saben que no podemos existir sin trasformarnos? ¡Esas fueron las condiciones del tratado! ¡Incluso fuimos encerrados en cuerpos preparados para ese fin! ¡Yo estuve cuando capitulamos en Josafat!
— Hijo, hay muchas otras condiciones que ustedes, los jóvenes, no conocen. Hace miles de años éramos llamados dioses, y duendes, y hadas. La gente ya no nos teme. No hay lugar en el mundo para nosotros, y vamos siendo cada vez menos. Hace treinta años peleamos por nuestra propia libertad, porque por primera vez los humanos podían usar nuestros poderes para sus propios fines. Hemos perdido; ahora somos excusas, buscando servir a tal o cual país como agentes secretos, como investigadores... Si nos uniésemos, podríamos volver a gobernar el mundo. Pero estamos muy cansados. Solo nos queda envejecer y morir, como los humanos. Solo nos queda que ellos no tienen...
—¿Qué cosa— preguntó.
— La posibilidad de elegir quienes vamos a ser. Tenemos cinco años. Teletranportémonos a Ginebra, tengo que pagar los impuestos, Max.
— Sí, maestro.

* * * * * * *
Un año después, en Barcelona, Max conducía un camión de caudales que entraba a la ciudad. Ahora usaba barba, y se dejaba ver bastante más gordo que otras veces. Le había dado órdenes a su cuerpo para que envejeciese y engordase, lentamente. Y así estaba sucediendo. Vivía en una casa de altos y tenía un perro. Los sábados se juntaba con sus amigos a jugar al billar. Los domingos miraba televisión y se acostaba temprano. Había elegido una vida tan sencilla porque no podía hacerse a la idea de que la otra vida finalmente había acabado. Aquella noche volvía de recoger unas facturas de unos clientes de afuera, y el camión estaba vacío. Frente al camión, en la carretera, se cruzó un perro. Se escuchó un grito. Y Max frenó. “Aunque se trate de un perro, no lo dejaré ahí para que se muera”, pensó. Y bajó del camión con una linterna a buscarlo. Era una noche muy oscura.
“El perro, el perro no está”, se dijo. “Seguramente habré pisado una rata... en esta parte de la ciudad, cerca del acueducto hay ratas grandes como perros”. Y volvió al camión. Cuando lo hizo, no estaba solo. El perro lo esperaba sentado en la cabina del conductor. Era un perro enorme, negro y peludo. Max hizo un enorme esfuerzo por reconocerlo. Antes de que él pudiera decir una palabra, fue el perro el que habló.
— Max, viejo amigo. ¿No reconoces a tu maestro?
— ¿es usted, maestro?
— Qué mal maquillaje... esa panza parece de gomaespuma. No te esmeraste nada. ¿Eh? —le dijo, bastante animado.
—¿Usted eligió ser un perro, maestro?
— Sí. No está dentro de las condiciones impuestas por el decreto, pero... me gusta ser un perro.
— Un cínico.
— Sí. Un cínico.


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