domingo, 6 de julio de 2008

Un cuento de un compañero de la facultad, Arturo.

esDe cómo y por qué el hombre que estaba enamorado de su nombre perdió su empleo en tiempo récord, durante un lunes de mayo
por José Maksimczuk
Desde el primer grado de la vieja escuela nº 24 en Bánfield, Arturo Echegaray comenzó a sufrir un complejísimo complejo de nombre. Víctima de un pésimo juego sonoro, al cual se prestaba su anacrónico ‘’Arturo’’ y que no es necesario repetir por ser por de todos conocido.
La cuestión es que el pobre Arturito volvía siempre muy afligido a su casa, donde la madre lo esperaba con los brazos abiertos y lo consolaba:
- Arturo, Arturito, tenés un nombre precioso, sólo los hombres de una gran inteligencia llevan ese nombre, tenés suerte…
Pero no había caso, el pobre Arturo no paraba de llorar y de maldecir su nombre y su suerte. No podía dejar de maldecir ese terrible juego de dados que es el nacimiento y la muerte del hombre, aunque eso aún no lo había aprendido.
Así transcurrió la infancia de Arturo, hasta que en el verano del ‘94, a sus trece años, casi por error encontró en la biblioteca de su abuela Berta, un tomo pesado y gordo, cubierto de polvo. Lo abrió distraídamente y acostado en la alfombra de la biblioteca, leyó durante horas, salteándose almuerzo y merienda; recién, sus abuelos volvieron a verlo durante la cena y cuando le preguntaron dónde había estado todo el día, él contestó lleno de orgullo:
- Leyendo las obras completas de mi tocayo: Arthur Conan Doyle, ja.
Desde ése día, la vida de Arturo dio un vuelco casi mágico, ya no tartamudeaba al hablar delante de alguien que no fuese su madre o sus abuelos, ya no le sudaban las manos cada vez que iba a cualquier lado a comprar cualquier cosa, y lo más importante, ya no temía hacer el ridículo a la hora de hablar con las chicas; desde aquel día, cuando una señorita le preguntaba su nombre, a él se le dibujaba una breve sonrisa en los labios y respondía:
- ¡Adiviná!
Ellas nunca adivinaban. Por supuesto, y entonces él, como si fuera un honor pronunciar su nombre, decía lentamente ‘’Arturo’’.
De la mano de estos cambios, llegaron los amigos y las muchachas. Al poco tiempo ya era conocido por toda la juventud de Bánfield, ya que nadie, excepto él llevaba ése nombre, y poco tiempo después de que toda la juventud de Bánfield lo conociera, entre él y la juventud decidieron cambiarle el nombre por Arthur.
A Arthur, siempre se le quedó grabado en la mente las palabras de su madre. Era verdad, pensaba él, tenía suerte de llamarse como se llamaba.
La solitaria infancia de Arthur le había dejado el hábito de leer casi cualquier cosa que encontrase o que le cayera en las manos, sobre todo si era la obra de algún Arturo. Durante la adolescencia, después de haber leído de cabo a rabo las obras de Arthur Conan Doyle, se dedicó a los libros de caballería, por supuesto sólo leía aquellos correspondientes al Ciclo Artúrico (quizás su único revés lo encontró en Rimbaud, ‘’ni lo entiendo’’, solía decir, mientras tiraba Iluminaciones arriba del escritorio, dos páginas después de haberlo abierto). Pero, el momento más importante en su vida se produjo una tarde que paseando con su novia, Laura, vio por error, después de confundir la derecha con la izquierda, en una vidriera un librito diminuto, escrito por un Arturo que él no conocía, a pesar de todo lo que había leído. Entró raudamente en la viejísima librería, y dijo, exigió, desesperadamente:
- Déme El amor, las mujeres, la muerte y otros temas, de Arthur Schopenhauer- al pronunciar el nombre del escritor otra vez se le reflejo una sonrisita irritante y breve que desapareció cuando dijo el apellido.
Un nuevo Arthur había entrado en su vida y ya, por un largo tiempo, no habría más tiempo para otra cosa, ni para su novia ni para sus amigos ni para el tercer año de psicología.
En una semana ya había leído casi un millón de veces los artículos del amor, las mujeres y etcétera, creyendo que había aprendido todo lo que se necesitaba aprender para cualquier cosa, en especial para el amor, las mujeres y para los etcéteras.
Lo sabía y ya lo había decidido; ya sabía todo lo que había que saber sin siquiera errores de ortografía, ahora sólo quedaba ponerlo en práctica.
Al principio sólo demostraba su sabiduría en las reuniones con sus amigos, o en la cama con su novia, cuando estaban tirados, después de haber hecho todo lo que ella le dejo hacer. Luego, se le ocurrió la extraña idea de concurrir a reuniones donde se debatían fervientemente cuestiones políticas. En una época frecuentó asiduamente los debates que hacía El partido obrero. Discutía acaloradamente acerca del sentido de la vida y de la muerte, aunque nada tenía eso que ver con los temas que allí se trataban. Al tiempo se aburrieron de él y le prohibieron la entrada hasta nuevo aviso, camarada.
Un buen día la madre de Arturo, que tenía no importa qué amiga en no sé qué ministerio, y que estaba al tanto del conocimiento de su hijo y su experiencia de tres años casi completos en psicología, le encontró un puesto, ‘’nada exigente y muy bien remunerado, nene’’, en un escritorio con teléfono en la ‘’Línea amigos de la vida’’. Las oficinas, no me quiero equivocar, pero creo que estaban en Paseo Colón y Venezuela. Hasta allí fue Arturo aquel viernes de mayo. En recepción se presentó, pidió hablar con el director Heredia, a este le dijo quién era y de parte de quién venía y le hicieron dos o tres preguntas, lo invitaron a sentarse en una elegantísima oficina y le dieron la mano y lo contrataron y ‘’empezás el lunes, querido’’ le dijo Heredia mientras se arreglaba el bigote.
El lunes, a las ocho en punto, Arturo ya estaba instalado en la cabina A2, con sus auriculares y listo para demostrar cuán útil podía ser en situaciones tan extremas.
A los dos minutos llegaron sus nuevos compañeros. En la cabina A1, se había instalado muy cómodamente una señora gorda, ya entrada o mejor dicho ya pasada en años; en la A3, un hombre de unos 50 años, también bastante gordo, con bigote, casi calvo y cara de aburrido. Por respeto Arturo saludó a ambos, aunque ellos ni lo miraron.
El centro recibió el primer llamado del día a eso de las ocho y veinte. Arturo dejó sonar tres, cuatro, cinco veces antes de atender por respeto a sus compañeros. Pero al ver que ninguno podía levantar el auricular, cada cual muy en lo suyo (el uno tratando de encender un cigarrillo con más de cuarenta fósforos; la otra luchando con el mate, el azúcar y las galletitas sin sal), levantó la bocina tímidamente.
-Bien venido a ‘’Línea amigos de la vía’’, de la vida, perdón –dijo Arturo.
-¡No puedo más, no puedo más, no puedo seguir viviendo así! –le contestó una voz de hombre llorando, dura y triste.
-Contame qué te pasa…
-A vos qué te importa… ya te dije, no pudo seguir viviendo así… ¿qué más querés saber… Qué más? ¿Que la vida es una mentira constante, que… que…
Algo le tocaron estas palabras a Arturo, que casi sin pensarlo comenzó a levantar la voz.
-Sí, sí, usted está en lo cierto… Debemos considerar la vida cual un embuste continuo ¿Ha prometido? No cumple nada, a menos que no sea para demostrar cuán poco apetecible era lo apetecido...
- Yo ya no puedo seguir viviendo, –lo interrumpió la voz- preferiría estar muerto a tener que soportar esta soledad. Me dicen mis amigos que no me preocupe que ya van a venir tiempos mejores, pero yo no sé… hace tanto que estoy así… que…
-¡No, no, no se deje engañar por esos impostores señor! –gritaba un ya exaltadísimo Arturo- ¡para conducir al hombre a un estado mejor, no bastaría ponerlo en un mundo mejor, sino que sería preciso de toda necesidad transformarle totalmente, hacer de modo que no sea lo que es y que llegara a ser lo que no es. Por tanto, necesariamente tiene que dejar de ser lo que es. Esta condición previa la realiza la muerte!
-Usted sí que me entiende… Usted sí que sabe por lo que yo pasé… qué, qué… qué me aconseja que haga….
… Y cuando Arturo iba a pronunciar algunas palabras, cuatro brazos largos y fuertes lo atraparon desde atrás ante la mirada reprobadora de sus compañeros. Eran dos guardias que avisados por el de la A3 se llevaban al agitador a la rastra, mientras este gritaba con la esperanza que la voz llorosa del otro lado de la bocina del teléfono que había quedado descolgada, lo oyera:
- ¡Si se golpease en las lisas de los sepulcros para preguntar a los muertos si quieren resucitar, moverían la cabeza negativamente! ¡Si se golpease en las lisas de los sepulcros para preguntar a los muertos si quieren resucitar, moverían la cabeza negativamente!
Del otro lado del teléfono la voz seguía sollozando preguntándose qué pasaba.
-Mirá vos, Matilde, otro lector de ése –decía el de la A3 mientras colgaba secamente el auricular de la cabina A2.

1 comentario:

Celetras dijo...

Fantástico, sublime, emocionante, atrapante, diez minutos de pura brillantez. Tiene todo: acción, drama, pasión, todo...

Además quien sea que lo haya escrito debe de ser muy apuesto.

La opinión pública